D'agata

Né pendant la grippe espagnole et originaire de la même région que Juan Rulfo et Agustín Yañez, le Jalisco, Juan José Arreola (1918-2001) brisera avec eux la cortina de nopal pour faire glisser doucement mais sûrement la littérature mexicaine vers l’universalité grâce à cette écoute si particulière de la voix des anciens et d’écrivains contemporains comme Faulkner. Repéré comme acteur par Louis Jouvet lors de sa célèbre tournée en Amérique Latine durant la seconde guerre mondiale, il passera quelques temps à Paris grâce à l’obtention d’une bourse. De retour au Mexique, il investit les lettres mexicaines comme animateur culturel, éditeur et conteur. De son propre « aveu mélancolique », il n’a pas eu le temps de pratiquer la littérature, d’où le nombre réduit de ses écrits. Deux recueils de fables ont été traduits en français par les éditions Patiño: Bestiaire (Bestiaro, 1958) et Le fablier (Confabulario, 1952). Son unique roman La Foire a été traduit par Gallimard dans sa collection La Croix du Sud (La Feria, 1963). La nouvelle Parturient montes ouvre le recueil Le fablier et reprend à sa manière la célèbre fable d’Esope « La montagne qui accouche d’une souris ».

 

 

…nascetur ridiculas mus.

-Horacio, Ad Pisones, 139.

« Entre amigos y enemigos se difundió la noticia de que yo sabía una nueva versión del parto de los montes. En todas partes me han pedido que la refiriera, dando muestras de una expectación que rebasa con mucho el interés de semejante historia. Con toda honestidad, una y otra vez remití la curiosidad del público a los textos clásicos y a las ediciones de moda. Pero nadie se quedó contento: todos querían oírla de mis labios. De la insistencia cordial pasaban, según su temperamento, a la amenaza, a la coacción y al soborno. Algunos flemáticos sólo fingieron indiferencia para herir mi amor propio en lo más vivo. La acción directa tendría que llegar tarde o temprano.
Ayer fui asaltado en plena calle por un grupo de resentidos. Cerrándome el paso en todas direcciones, me pidieron a gritos el principio del cuento. Muchas gentes que pasaban distraídas también se detuvieron, sin saber que iban a tomar parte en un crimen. Conquistadas sin duda por mi aspecto de charlatán comprometido, prestaron de buena gana su concurso. Pronto me hallé rodeado por la masa compacta.
Abrumado y sin salida, haciendo un total acopio de energía, me propuse acabar con mi prestigio de narrador. Y he aquí el resultado. Con una voz falseada por la emoción, trepado en mi banquillo de agente de tránsito que alguien me puso debajo de los pies, comienzo a declamar las palabras de siempre, con los ademanes de costumbre: « En medio de terremotos y explosiones, con grandiosas señales de dolor, desarraigando los árboles y desgajando las rocas, se aproxima un gigante advenimiento. ¿Va a nacer un volcán? ¿Un río de fuego? ¿Se alzará en el horizonte una nueva y sumergida estrella? Señoras y señores: ¡Las montañas están de parto! »
El estupor y la vergüenza ahogan mis palabras. Durante varios segundos prosigo el discurso a base de pura pantomima, como un director frente a la orquesta enmudecida. El fracaso es tan real y evidente, que algunas personas se conmueven. « ¡Bravo! », oigo que gritan por allí, animándome a llenar la laguna. Instintivamente me llevo las manos a la cabeza y la aprieto con todas mis fuerzas, queriendo apresurar el fin del relato. Los espectadores han adivinado que se trata del ratón legendario, pero simulan una ansiedad enfermiza. En torno a mí siento palpitar un solo corazón.
Yo conozco las reglas del juego, y en el fondo no me gusta defraudar a nadie con una salida de prestidigitador. Bruscamente me olvido de todo. De lo que aprendí en la escuela y de lo que he leído en los libros. Mi mente está en blanco. De buena fe y a mano limpia, me pongo a perseguir al ratón. Por primera vez se produce un silencio respetuoso. Apenas si algunos asistentes participan en voz baja a los recién llegados, ciertos antecedentes del drama. Yo estoy realmente en trance y me busco por todas partes el desenlace, como un hombre que ha perdido la razón.
Recorro mis bolsillos uno por uno y los dejo volteados, a la vista del público. Me quito el sombrero y lo arrojo inmediatamente, desechando la idea de sacar un conejo. Deshago el nudo de mi corbata y sigo adelante, profundizando en la camisa, hasta que mis manos se detienen con horror en los primeros botones del pantalón.
A punto de caer desmayado, me salva el rostro de una mujer que de pronto se enciende con esperanzado rubor. Afirmado en el pedestal, pongo en ella todas mis ilusiones y la elevo a la categoría de musa, olvidando que las mujeres tienen especial debilidad por los temas escabrosos. La tensión llega en este momento a su máximo. ¿Quién fue el alma caritativa que al darse cuenta de mi estado avisó por teléfono? La sirena de la ambulancia preludia en el horizonte una amenaza definitiva.
En el último instante, mi sonrisa de alivio detiene a los que sin duda pensaban en lincharme. Aquí, bajo el brazo izquierdo, en el hueco de la axila, hay un leve calor de nido… Algo aquí se anima y se remueve… Suavemente, dejo caer el brazo a lo largo del cuerpo, con la mano encogida como una cuchara. Y el milagro se produce. Por el túnel de la manga desciende una tierna migaja de vida. Levanto el brazo y extiendo la palma triunfal.
Suspiro, y la multitud suspira conmigo. Sin darme cuenta, yo mismo doy la señal del aplauso y la ovación no se hace esperar. Rápidamente se organiza un desfile asombroso ante el ratón recién nacido. Los entendidos se acercan y lo miran por todos lados, se cercioran de que respira y se mueve, nunca han visto nada igual y me felicitan de todo corazón. Apenas se alejan unos pasos y ya comienzan las objeciones. Dudan, se alzan de hombros y menean la cabeza. ¿Hubo trampa? ¿Es un ratón de verdad? Para tranquilizarme, algunos entusiastas proyectan un paseo en hombros, pero no pasan de allí. El público en general va dispersándose poco a poco. Extenuado por el esfuerzo y a punto de quedarme solo, estoy dispuesto a ceder la criatura al primero que me la pida.
Las mujeres temen casi siempre a esta clase de roedores. Pero aquella cuyo rostro resplandeció entre todos, se aproxima y reclama con timidez el entrañable fruto de fantasía. Halagado a más no poder, yo se lo dedico inmediatamente, y mi confusión no tiene límites cuando se lo guarda amorosa en el seno.
Al despedirse y darme las gracias, explica como puede su actitud, para que no haya malas interpretaciones. Viéndola tan turbada, la escucho con embeleso. Tiene un gato, me dice, y vive con su marido en un departamento de lujo. Sencillamente, se propone darles una pequeña sorpresa. Nadie sabe allí lo que significa un ratón. »[1]

 

 

« Entre amis et ennemis, le bruit a vite couru: je connaissais une nouvelle version des montagnes qui accouchent. On me demandait partout de la raconter, en faisant preuve d’une curiosité qui dépasse de beaucoup l’intérêt d’une telle histoire. En toute honnêteté, j’avais maintes fois renvoyé le public avide aux textes classiques et aux éditions à la mode. Mais personne ne s’en contentait: tous voulaient l’entendre de mes propres lèvres. De l’instance cordiale on passait, selon son tempérament, aux menaces, à la contrainte et à la corruption. Seuls quelques flegmatiques feignaient l’indifférence pour me blesser au plus vif de mon amour-propre. L’action directe devait arriver tôt ou tard.
C’est hier qu’un groupe d’aigris m’a attaqué en pleine rue. En me barrant de tous côtés le passage, ils m’ont réclamé à grands cris le début du conte. Nombre de gens qui passaient distraits se sont aussi arrêtés, sans savoir qu’ils allaient participer à un crime. Conquis sans doute par mon aspect de parfait bonimenteur, ils ont prêté de bonne grâce leur concours. Une foule compacte m’a bientôt entouré.
Accablé et prisonnier, rassemblant la totalité de mon énergie, je me suis proposé d’en finir avec mon prestige de conteur. D’une voix altérée par l’émotion, juché sur le perchoir d’un agent de circulation que quelqu’un avait glissé sous mes pieds, je me mets donc à déclamer les mots habituels, avec les mimiques non moins habituelles: «Au milieu de la terre qui tremble et des explosions, avec des signes grandioses de douleur, arrachant les arbres et pulvérisant les rocs, voici que s’approche un gigantesque événement. Est-ce un volcan qui va naître? Ou un fleuve de feu? Une nouvelle étoile va-t -elle surgir de la mer et monter à l’horizon? Non, mesdames et messieurs: ce sont des montagnes qui accouchent!»
La stupeur et la honte étouffent mes paroles. Durant plusieurs secondes, je poursuis mon discours à base de pure pantomime, comme un chef d’orchestre devant des musiciens muets. L’échec est si réel et si évident que quelques personnes s’attendrissent. «Bravo!», me crie-t-on quelque part, pour m’encourager à laisser couler à flots le robinet. Instinctivement, je porte mes mains à ma tête et je la serre de toutes mes forces, en voulant hâter la fin du récit. Les spectateurs ont deviné qu’il s’agit de la souris légendaire mais ils affectent une maladive anxiété. Autour de moi tout n’est plus qu’un seul cœur qui palpite.
Je connais les règles du jeu et je n’aime pas, au fond, décevoir les gens par un tour de passe-passe. Alors, brusquement, j’oublie tout. Ce que j’ai appris à l’école et ce que j’ai lu dans les livres. Mon cerveau est une page blanche. Sans aucune tricherie, je me mets à poursuivre la souris. Pour la première fois un silence respectueux m’entoure. C’est à peine si quelques assistants confient à voix basse aux nouveaux venus certains détails antérieurs au drame. Je suis réellement dans l’angoisse et je cherche partout le dénouement, comme un homme qui a perdu la raison.
J’inspecte mes poches l’une après l’autre et je les retourne, sous les yeux du public. J’enlève mon chapeau et je le jette aussitôt loin de moi, repoussant l’idée d’en sortir un lapin. Je dénoue ma cravate et pousse l’exploration sous ma chemise, jusqu’au moment où mes mains s’arrêtent horrifiées sur les premiers boutons de mon pantalon.
Je sens que je vais m’évanouir quand je suis sauvé par le visage d’une femme qui soudain s’embrase d’une rougeur confiante. Ragaillardi sur mon perchoir, je place en elle toutes mes illusions et l’élève à la catégorie de muse, en oubliant que les femmes ont un faible particulier pour les thèmes scabreux. La tension est maintenant à son comble. Ah! mais quelle âme charitable s’est rendu compte de mon état et leur a téléphoné? La sirène de l’ambulance annonce à l’horizon une menace définitive.
A l’instant fatal, mon sourire de soulagement arrête ceux qui pensaient sans doute me lyncher. Là, sous mon bras gauche, au creux de mon aisselle, je surprends une légère chaleur de nid… Là, quelque chose s’anime qui se tourne et se retourne… Doucement, je laisse retomber mon bras le long de mon corps, en creusant la main comme une cuillère. Et le miracle se produit. Par le tunnel de ma manche descend une tendre miette de vie. Je lève le bras et tends ma paume triomphante.
Je soupire, et la foule soupire avec moi. Sans en être conscient, je donne le signal des applaudissements et l’ovation ne se fait pas attendre. Rapidement, un étonnant défilé s’organise devant ma petite souris. Les connaisseurs s’approchent et l’examinent sous toutes les coutures, vérifiant qu’elle respire et qu’elle bouge, ils n’ont jamais vu ça et me félicitent chaleureusement. Mais à peine se sont-ils éloignés de quelques pas que les objections commencent. Ils doutent, haussent les épaules et hochent la tête. Ne les a-t-on pas abusés? Est-ce une vraie souris? Pour me rassurer, certains enthousiastes projettent de me porter sur leurs épaules, mais ne vont pas au-delà de l’intention. Le gros du public se disperse peu à peu. Exténué par l’effort et sur le point de rester seul, je suis prêt à céder la petite souris au premier qui me la demandera.
Les femmes redoutent presque toujours cette sorte de rongeurs. Pourtant la dame dont le visage a rayonné parmi tous les autres s’approche de moi et me réclame timidement ce fruit intime de mon imagination. Flatté jusqu’à ma fibre la plus intime, je la lui offre sur-le-champ, et mon trouble n’a pas de limites quand je la vois qui la glisse amoureusement sur son sein. Au moment de me quitter et de me remercier, elle m’explique comme elle peut son attitude, afin d’écarter toute interprétation fallacieuse. J’ai un chat, me dit-elle, et je vis avec mon mari dans un luxueux appartement. Elle se propose tout bêtement de leur faire une petite surprise. Car personne ne sait là-bas ce que c’est qu’une souris. »[2]

 

 


[1] Juan José Arreola, Confabulario definitive, Madrid, Catedra letras hispánica, 1986.

[2] Juan José Arreola, Le Fablier (confabulario), traduit de l’espagnol (Mexique) par Claude Couffon, Genève, Patiño, 1952.